Trabajar en lo social es una expresión del amor
divino manifestado en el servicio
El reino de los cielos debemos verlo como el
avance de los valores divinos sobre la vida individual y colectiva de los seres
humanos en esta tierra. La fuerza de este reino no consiste en un poder
militar, económico, doctrinal o intelectual, su secreto está en el amor.
Estamos llamados a manifestar el reino en el lenguaje del amor.
El amor transforma los corazones, desarma las
personas; una gota de amor sana y revierte todo problema, cambia toda conducta.
Hoy más que nunca este mensaje está vigente porque las estadísticas nos
muestran que estamos pastoreando una generación del desamor: hijos abandonados,
no deseados y maltratados en todos los aspectos. Comunidades enteras has
surgido dentro de las reglas y cobertura del mal, como lo son las pandillas,
las maras.
Jesús se esforzó por cimentar en sus discípulos
dos valores: el amor y el servicio, siendo el último inspirado por el primero.
Esta misma preocupación se ve en Pablo a quien debemos en gran medida la
sistematización de nuestra doctrina. El famoso 1 Corintios 13 plasma un
principio: cualquier cosa que hagamos, independientemente de su resonancia
humana, si no está inspirada por el amor, carece de todo sentido.
Lamentablemente hemos observado que el trabajar
en lo social, para algunas comunidades cristianas, no es más que otro programa
en su agenda de activismo. Y en ciertos casos lejos de responder al mandato
bíblico de amor al prójimo, se convierte en un acto de prepotencia frente al
necesitado.
Nos olvidamos de un Jesús que siente como sus
entrañas se conmueven frente al dolor de la humanidad. Un Jesús que no se
siente “manchado” por la cercanía de mujeres pecadoras, funcionarios corruptos,
subversivos, enfermos y mendigos, como sí se sienten algunos frente a los
pobres y marginados. Por el contrario, El hace de esta gente su público
predilecto. Pero lamentablemente muchos han hecho de la casa de Dios otra cosa,
Marcos 11:17 “Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada
casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de
ladrones”.
Uno de los pilares del carácter del cristiano
debe ser la compasión en imitación a Jesucristo: “Jesús siempre sentía
compasión de la gente (Mateo 9:36; 4:14; 15:32; Marcos 6:34; 8:2).
Una apreciación similar hace el apóstol Juan:
“Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y
cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no
amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:17…18).
Un misionero nos exhortó a dolernos por la
necesidad de nuestro entorno diciéndonos: “Vivimos en días aparentemente buenos,
la tecnología nos ayuda, hay templos confortables, pastores llenos de la gracia
de Dios. A veces, esta temperatura espiritual nos ha convertido en
irresponsables porque nuestro corazón está colmado de bendición y siempre
quiere más, olvidando la necesidad del vecino drogado, la adolescente
embarazada, la madre con un hijo preso, la viuda que perdió a su esposo
trágicamente. Pocos nos hemos detenido a pensar que éste también es un campo
misionero que Dios en su infinito amor quiere conquistar”.
Alguien pudiese preguntar: ¿quiénes merecen
nuestra compasión?
Asumiendo mi propia responsabilidad me atrevo a
contestar: La merecen todos aquellos que, por motivos de las estructuras
sociales, no tienen la posibilidad de superar su condición; pero también la
merecen quienes por decisiones equivocadas han caído en un estado de carencia
de defensa.
Jesús lo hace evidente cuando expresa su misión
“El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas
nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A
pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos;
A poner en libertad a los oprimidos; A predicar
el año agradable del Señor” (Lucas 4:18…19).
Pero también amplía la dimensión de la ley,
que, aunque protegía al débil, era implacable con el que sufría por cuenta de
su pecado; para ello utiliza la parábola del hijo pródigo que exalta la actitud
del padre amoroso que perdona y restaura, sobre la del hermano mayor que
despiadadamente pide justicia; una justicia hipócrita que fue muchas veces
recriminada por el Maestro a los líderes religiosos de su época.
Ahora bien, no basta con hablar de compasión o
amor, hay que hacerlo vida con acciones de servicio. Es un hecho que los
cristianos del primer siglo entendieron la necesidad de mantener ligada la
predicación con el trabajo social.
Un ejemplo que se destaca es el de Dorcas,
quien no se conformó con sentir lástima por la gente necesitada y darle una
limosna, sino que se daba a sí misma con su amor, tiempo y recursos (Hechos
9:36…42) lo cual le valió el aprecio de quienes la rodeaban y la conversión de
muchas personas. Si la iglesia no se dedica a servir, pierde su identidad de
ser el cuerpo de Cristo.
Existe el temor de que si nos involucramos demasiado
en este tipo de servicio nos distraigamos de la evangelización. A esta
inquietud hay que comentar que una de las grandes barreras para la
evangelización ha sido el fracaso de los cristianos en tener relaciones
significativas con los no cristianos, que el lugar donde están las almas a
convertir.
Siempre hemos planteado la necesidad de que los
cristianos asuman no sólo un compromiso ético-social, como dimensión
imprescindible del testimonio cristiano, sino que también posean una conciencia
única y unitaria entre su vida pública y su vida cristiana como un deber de
coherencia en su fe. Por eso se debe rechazar la tentación de una
espiritualidad intimista e individualista, que poco tiene que ver con las
exigencias de un mundo con acciones deshumanizantes, el mundo actual demanda de
cristianos que comprendan que el cristianismo es un modo de vida, pero que no
se queden en la comprensión, si no que pasen a la acción transformadora.
El desafío que nos presenta la cultura actual
es el desafío de la verdad social encara desde los pulpitos. Para llegar a ella
no basta una lectura sociológica, cultural y bíblica de la sociedad actual, es
preciso un compromiso por la educación y la formación de las personas. No hay
formación ni educación en la fe personal y en el compromiso social si no es
mediante un proceso permanente de maduración, de discernimiento y
transformación del entendimiento. Esto por lo menos en los siguientes campos:
- Educar para ser transformadores como miembros
de una comunidad cristiana que discierne las opciones que debe asumir.
Concretamente, educar para ser capaz de hacernos cargo de los problemas del
propio tiempo y del propio ambiente. Poder tomar una responsabilidad activa que
es fruto de un proceso de búsqueda que aboca a tomar opciones y protagonismo en
la comunidad cristiana y en la sociedad.
- Educar para participar en una sociedad
profundamente necesitada de construir tejido social. Uno de los retos
históricos permanentes es la escasa consistencia de la sociedad civil, que en la
vida real se traduce en el abandono de responsabilidades individuales en manos
del Estado.
- Promover la formación de un creyente que
participe en asociaciones, organismos, campañas, en favor de las cuestiones
desafiantes de nuestro tiempo: la paz, la ecología, la solidaridad.
- Educar para que los hombres conduzcan su vida
según los principios del Evangelio aplicados a la moral personal y social, y
manifestado en un testimonio profundamente cristiano.
Para todo ello es imprescindible tener instrumentos
de formación adecuados. Un recurso puede ser el pastor comprometido en Cristo,
que promueve su comunidad ante los retos de la sociedad y de la Iglesia. Hay
otros medios también que están en marcha y con resultados adecuados. Lo
imprescindible es tomar conciencia de la necesidad, pues de esa forma
encontraremos sentido a las distintas propuestas.
Hay que trabajar con la iglesia en la acción
social como un vínculo que facilita la tarea evangelizadora, pues coloca a la
Iglesia justo en el lugar donde debe trabajar, es decir en el mundo.
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