Si nos hacemos de un tiempo para leer y
reflexionar el libro del profeta Amós, nos daremos cuenta de que Amos vio lo
que todos vemos y a su vez lo callamos, con la diferencia que el Señor mando a
Amos a no callar. A destapar los dramas que surcan a nuestras sociedades y
denunciarlos: la deshonestidad de los políticos, la corrupción de los jueces,
el autoritarismo de los funcionarios, la explotación de los ricos, la violencia
de los poderosos, la hipocresía de muchos religiosos. Eso halla en el Siglo
VIII A.C. mostraba una similitud muy semejante a nuestras sociedades actuales,
sus protagonistas bien pudiéramos llamarlos los “asirios” modernos.
Amós fue uno de los doce profetas hebreos
conocidos como los Profetas menores. Era un pastor y productor de higos fruto
del Sicómoro en Técoa, en el límite del desierto de Judá (Amos 1:1). Fue
profeta en Israel y el Reino del Norte durante el reinado de Jeroboam II (783
A.C. - 743 A. C.). Era un mediano y próspero propietario, sin mayores
necesidades económicas.
Amós, con la rudeza y estilo directo de un
pastor e inspirado por la fidelidad al Señor condenó la corrupción de las
elites, la injusticia social y el ritualismo ajeno al compromiso de vida,
anunciando el fin de Israel. Acusado por el sacerdote Amasias de conspirar
contra el rey (Amós 7:10…11), fue expulsado del templo de Betel (Amós 7:12…13).
Según el libro apócrifo Vida de los Profetas fue herido en la cabeza por un
hijo de Amasias, a consecuencia de lo cual murió al llegar a su tierra.
Fue el único profeta que, según la Biblia,
logró hacer arrepentir a Dios de los castigos que había planeado. Gracias a su
intervención, Dios se echó atrás dos veces y revocó la decisión que había
tomado de destruir a los israelitas.
Difícilmente se encuentra en la Biblia un
personaje más extraordinario que él. Fue el primero que se atrevió a predicar
al pueblo, los profetas anteriores sólo predicaban a personas particulares, el
primero que criticó la corrupción social, el primero que anunció la destrucción
del país y el primero cuyos sermones quedaron escritos en la Biblia.
Un día del año 750 a.C., mientras cuidaba
tranquilamente su ganado en las afueras de la aldea, tuvo una visión: contempló
una plaga de langostas que invadía el país, devorando todo a su paso y dejando
los campos arrasados. Amós se espantó, pues sabía que era el anuncio divino de
que el hambre azotaría el país y causaría la muerte de sus habitantes. Entonces
gritó desesperado: “Por favor, Señor, perdona”. Y Dios le contestó: “Está bien,
no sucederá” Amós 7:1…3.
Pasadas algunas semanas, volvió a tener otra
visión: una lluvia de fuego caía sobre la tierra, secaba los mares e incendiaba
el país, era todo un espectáculo apocalíptico y otra vez Amós reaccionó
gritando: “Detente Señor, por favor”. Y Dios le contestó: “Está bien, tampoco
esto va a suceder” Amós 7:4…6.
Desde ese día anduvo turbado y en sus salidas
al campo para hacer pastar el rebaño se preguntaba por qué le venían esas
extrañas imágenes.
Pasado nuevamente un tiempo, una noche fue
lleno de una tercera visión. Pero a diferencia de las pasadas, ésta no
manifestaba una catástrofe, ahora él visualizaba a un hombre con una plomada de
albañil en la mano, que comprobaba si un muro estaba recto o inclinado. La voz
del Señor le preguntó: “¿Qué ves, Amós?”. Él respondió: “Una plomada de
albañil, Señor”. Dios le dijo: “Con esta plomada de albañil voy a medir si la
conducta de mi pueblo Israel es recta. No le voy a perdonar ni una vez más”
Amós 7:7…9.
Amós vislumbro el mensaje de la visión: el muro
que representaba al pueblo de Israel estaba torcido y su derrumbe era
inevitable. Nunca, en la historia de Israel, Dios había hecho una revelación
así de despiadada contra su pueblo; había advertido castigos a personas, a
grupos pequeños, pero por primera vez anunciaba un castigo para todo el país.
Amós igual a los demás y como también sucede en nuestro tiempo, era de los que
sabían de las injusticias, las miraba y hacia que no las había visto, que no
sabía nada de ellas, pero ahora entendió, se dio cuenta de que, en esta
ocasión, Dios estaba firme en su decisión y ya no intercedió más. Guardó
silencio... un silencio sepulcral.
Como lo apuntamos al inicio, el profeta vivía
en el reino de Judá, el país que Dios avisaba por castigar no era el de Amós,
era el reino vecino de Israel.
Amós, que de seguro se preguntaba por qué Dios
lo tenía en ese trato y podía sospechar por qué. él había viajado mucho, en su
condición de ganadero y de cultivador de sicómoros había estado en contacto con
comerciantes, con hombres de negocios y conocía bien la realidad política
nacional e internacional de su época. Basta con notar que en sus profecías
menciona treinta y ocho ciudades, cada una con su problemática, lo que nos
permite inferir en su basto conocimiento de la realidad. En palabras actuales,
él era un hombre de mundo.
Pero ¿Qué pasaba en Israel para que Dios
hubiera decidido destruirlo?
La verdad era que el reino estaba viviendo una
de sus etapas más prósperas, su rey Jeroboam II había logrado materializar lo
que hoy llamamos un milagro económico. Fructificaban las viñas, crecía la
agricultura, se había multiplicaba la cría de ganado, progresaba la industria
textil y tintorera, se expandía el comercio y su capital Samaria se había
transformado en una ciudad opulenta donde prosperaba la construcción de
palacios y casas lujosas como se había visto antes. Israel se estaba
beneficiado de la situación política internacional; los países vecinos:
Damasco, Asiria y Egipto, estaban en crisis, lo que permitía a Israel vivir en
una paz y tranquilidad excepcional. Inclusive la vida religiosa se veía
favorecida; se habían edificado soberbios santuarios, dentro de ellos, el de la
ciudad de Betel que era el orgullo nacional, estaba ricamente adornado y
atendido por sacerdotes a sueldo, celebraba grandes fiestas semanales y atraía
a numerosos peregrinos.
Pero dentro de todo ese aparente bienestar, se
ocultaba una enorme descomposición social en el que mientras la clase dirigente
aumentaba su riqueza, construía ostentosas mansiones y organizaba todos los
días diferentes festividades sociales haciendo gala de poder y derroche, mucha
gente estaba sumida en la miseria. Existían serias desigualdades sociales, en
pocas palabras existía un contraste ofensivo entre ricos y pobres. Los
campesinos se hallaban a merced de los prestamistas, que los exponían a
hipotecas y embargos. Los comerciantes se aprovechaban de la gente, falseando
las pesas y las balanzas. Los jueces se dejaban sobornar y recurrían a trampas
legales. Y lo peor era que el gobierno no hacía nada para remediar la grave
situación de injusticia.
Un cuadro escandalosamente parecido al de
nuestra América Latina y al de las relaciones del concierto mundial de naciones
en nuestro tiempo.
Amós se dio cuenta del deterioro estructural
que sufría la sociedad y de que no había forma de enmendarla. La única salida
era destruirla totalmente y empezar de nuevo. En eso Dios tenía razón.
Posiblemente mientras meditaba estas cosas,
sintió de pronto la presencia del Señor, que le daba la comisión más grande de
su vida: le encargó que fuera él al reino de Israel y anunciara la catástrofe…
él, un ciudadano del reino de Judá debía trasladarse a otro país y allí
predicar un mensaje trágico y letal.
Pensó por un momento negarse que Dios no podía
pedirle algo más terrible. Pero sintió un temblor en su cuerpo, un fuego que lo
devoraba por dentro, y un rugido ensordecedor que amenazaba hacerle estallar
sus oídos. No era fácil rechazar un encargo divino. Y ese día decidió aceptar
la vocación de profeta. Como lo dice más tarde: “Ruge el león, ¿quién no
temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizará?” Amós 3:8.
Y así fue como el ganadero de Técoa abandonó su
casa, dejó sus rebaños y partió rumbo a Samaria, capital del reino de Israel, a
90 kilómetros de su aldea, para anunciar lo que Dios le había revelado.
Continuara…
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