Fue Amós a cumplir la misión de Dios y al
llegar al mercado se encontró con cantidad de personas, busco un lugar alto,
donde todos lo vieran y comenzó a hablar.
Inteligentemente se sirvió de una táctica
psicológica, en vez de criticar frontalmente a Israel, que era el país
condenado, inició criticando a los países vecinos. La gente, al oírlo, se
acercó para ver qué decía. Amós en el nombre de Dios, hablaba de las naciones
enemigas de Israel y les contaba del castigo que se merecían por sus pecados. A
Damasco, por invadir territorios ajenos; a Filistea, por comerciar con
esclavos; a Fenicia, por su falta de fraternidad; a Edom, por odiar a sus
vecinos; a Amón, por su crueldad en la guerra; a Moab, por ultrajar a los
muertos; y a Judá, por su idolatría. Amós producía a los oyentes un
asentimiento de aceptación, ellos con la cabeza y aplausos demostraba su
consentimiento y poco a poco fue ganándose al pueblo, creando un ambiente
favorable y de apertura a sus palabras.
Se fue formando así, un ambiente de agitación
en la plaza. La gente asentía ante cada palabra y esperaban al próximo de la
lista.
Amós, viendo que había llegado el momento,
presento el fondo de su discurso diciendo a los israelitas: “Los delitos de
Israel han llegado a su colmo; por tanto, no revocaré su castigo: Venden al
justo por monedas, y al necesitado, por un par de sandalias. Pisotean la cabeza
de los desvalidos como si fuera el polvo de la tierra, y pervierten el camino
de los pobres. Padre e hijo se acuestan con la misma mujer, profanando así mi
santo nombre. Junto a cualquier altar se acuestan sobre ropa que tomaron en
prenda, y el vino que han cobrado como multa lo beben en la casa de su Dios” (Amós
2:6…8) y continuó: “Pero ustedes les hicieron beber vino a los nazareos y les
ordenaron a los profetas que no profetizaran. Pues bien, estoy por aplastarlos
a ustedes como aplasta una carreta cargada de trigo. Entonces no habrá
escapatoria para el ágil, ni el fuerte podrá valerse de su fuerza, ni el
valiente librará su vida. El arquero no resistirá, ni escapará con vida el ágil
de piernas, ni se salvará el que monta a caballo. En aquel día huirá desnudo
aun el más valiente de los guerreros, afirma el SEÑOR.” (Amós 2:12…16)
Esas palabras sacudieron al auditorio, el clima
se volvió tenso, mudo, lleno de nervios. La gente, molesta, desencantada, se
fue retirando, dejando solo al profeta. Amós regresó al día siguiente, esta vez
a las calles y con un mensaje más duro. Lo dirigía a las mujeres de la alta
sociedad, decía: “Oigan esta palabra ustedes, vacas de Basán, que viven en
el monte de Samaria, que oprimen a los desvalidos y maltratan a los
necesitados, que dicen a sus esposos: ¡Tráigannos de beber! El SEÑOR
omnipotente ha jurado por su santidad: Vendrán días en que hasta la última de
ustedes será arreada con garfios y arpones. Unas tras otra saldrán por las
brechas del muro, y hacia Hermón serán expulsadas afirma el SEÑOR” (Amós
4:1…3).
Llamar “vacas de Basán” a las mujeres de la
aristocracia, era una osadía. Pero él sabía lo que decía. Basán era la región
fértil del noreste de Galilea, famosa por su ganado y sus vacas gordas. Y sabía
también se sabía que la vida de lujo y bienestar que las mujeres de la capital
llevaban sólo era posible a causa de la explotación sufrida por los campesinos.
Amós no callaba a pesar de que pasaban los
días, siguió con las denuncias. Denunció a la policía local y sus métodos
violentos (3:9…10), a los jueces corruptos (6:12), a los abogados deshonestos
(5:7), a las autoridades que aceptaban soborno (5:12), a los funcionarios
cómplices de la casa de gobierno (6:1), a los usureros (5:11), a los ricos con
su vida fastuosa y superficial (6:4…6), a los testigos falsos (8:14), a los
poderosos que se aprovechaban de los débiles (8:4), a los comerciantes
inescrupulosos (8:5), a los vendedores inmorales (8:6), a las jóvenes
presumidas que sólo se preocupaban de su cuerpo (8:13). Ninguna injusticia e
injusto se salvaba de ser denunciado.
Y todo era inútil, nadie lo escuchaba o se
interesaba. Estaba desalentado.
Un día, al volver del mercado, tuvo una visión
como las que había recibido: esta vez era una cesta con higos maduros y Dios
que le decía que el pueblo, como esa cesta de higos, ya estaba maduro; el
castigo se acercaba de manera inexorable (8:1…3). Entonces partió de Samaria y se
dirigió a la ciudad de Betel, donde se hallaba el más famoso santuario del
reino, cincuenta kilómetros al sur. Le faltaba decir unas cuantas cosas.
Llegó justo un día de fiesta, el Templo estaba
lleno de peregrinos que presentaban sus ofrendas a Dios. Se paró frente a la de
entrada y empezó a predicar: “Detesto y aborrezco sus fiestas religiosas; no me
agradan sus cultos solemnes. Aunque me traigan holocaustos y ofrendas de
cereal, no los aceptaré, ni prestaré atención a los sacrificios de comunión de
novillos cebados. Aleja de mí el bullicio de tus canciones; no quiero oír la
música de tus cítaras. Pero que fluya el derecho como las aguas, y la justicia
como arroyo inagotable” (5:21…24).
Denunciaba la corrupción religiosa, estaba
golpeando el alma del reino. Se había atrevido. Y sucedió lo inevitable. el
jefe de los sacerdotes envió un emisario al rey para informar sobre Amós,
diciendo: “Amós está conspirando contra ti”. Después salió a enfrentar al
profeta y le advirtió: “Vete de aquí, vidente. Si quieres ganar el pan
profetizando, vete a Judá; pero no profetices en Betel, porque es el santuario
del rey y el templo principal del reino”.
Amós le respondió: “Yo no soy profeta ni hijo
de profeta, sino que cuido ovejas y cultivo higueras. Pero el SEÑOR me sacó de
detrás del rebaño y me dijo: “Ve y profetiza a mi pueblo Israel”. Así que
oye la palabra del SEÑOR. Tú dices: No profetices contra Israel; deja de
predicar contra los descendientes de Isaac”. Por eso, así dice el SEÑOR: Tu
esposa se prostituirá en la ciudad, y tus hijos y tus hijas caerán a espada. Tu
tierra será medida y repartida, y tú mismo morirás en un país pagano. E Israel
será llevado cautivo lejos de su tierra” (7:10…17).
Aun con las amenazas del sacerdote, siguió
profetizando un tiempo más, advirtiendo a los israelitas que de nada servía
asistir a los templos para las celebraciones religiosas si no practicaban la
justicia, la honestidad y la rectitud de vida. Entonces recibió una última
visión: un devastador terremoto, seguido de una invasión militar (9:1…4). Y
comprendió que ya no había más nada que hacer. Abandonó el reino de Israel y
regresó a su patria, a sus tierras, a sus bueyes. Su profesión de profeta había
terminado.
Un día del año 721 A.C. mientras él quizás
cuidaba las ovejas en la tranquilidad de su aldea natal, sintió los estruendos
de una violenta invasión militar: eran los asirios, que habían irrumpido en
Samaria, habían destruido el reino y se llevaban cautiva a la población del
país. Sus vaticinios se habían cumplido.
Nadie antes, había anunciado una catástrofe
como esta contra el pueblo de Israel; sus palabras causaron honda impresión
entre los supervivientes, que años más tarde decidieron recogerlas en un libro
hoy conservado en la Biblia. El libro contiene nueve capítulos
Amós, aunque su carrera fue muy corta, apenas
pocos meses, fue el iniciador del profetismo escrito en Israel.
Amós se había dado cuenta de la perversión del
país, descubrió que las injusticias sociales, la mentira institucionalizada, la
indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la hipocresía religiosa habían
carcomido los cimientos de la sociedad y amenazaban con tirar abajo la
estructura ciudadana. Pero su audacia más grande no fue la de anunciar
semejante tragedia, sino de anunciarla cuando todos lo sabían y callaban.
Algo muy parecido a nuestros días, todos o
sabemos y todos los callamos, aun en las iglesias las predicas poco se inspiran
en Amós.
¡Dios santo, ciertamente tu venida está
cerca!
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