¿Es Epulón Tu Maestro?


¿Qué piensa Cristo de la pobreza y de la riqueza?

Epulón y Lázaro una parábola en la que Jesús nos pone un ejemplo del rico y el pobre para guiarnos una vez más a saber usar las riquezas u otros medios materiales que tenemos para alcanzar la eternidad mediante la caridad y el ejercicio justo como cristianos con el necesitado.

Pablo nos exhorta a vivir esas virtudes propias de un seguidor de Cristo: la justicia, la religión, la fe, la paciencia y el amor. Menos mal que Dios es fiel y hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos.

Iniciemos dando una mirada al rico Epulón, que en latín se traduciría “tragón sibarita”. Lucas lo describe diciendo: era rico, se vestía con las mejores telas y pasaba haciendo banquetes todo el tiempo; a consecuencia de esa vida ni cuenta se daba de que a la puerta de su casa permanecía un pobre hombre con la mano extendida, con la boca seca, hambriento, con los ojos tristes y con el cuerpo delgado cubierto de llagas. En el pensamiento mundano del rico no entraba Dios ni el prójimo. Sólo él, su yo, su de mí, su para mí…mis cosas, mi comida y mis vestidos. Eso es todo su vivir. Ciertamente este rico no ha maltratado al pobre, ni le ha golpeado, ni abusado incluso de palabra; simplemente ha estado ciego e ignorante ante la necesidad de su prójimo, no se ha querido enterar de que existía, todo motivado por su ceguera egoísta.

Pero aun cuando lo olvidamos, nada dura eternamente. Y, así pues, como todos, este hombre murió. ¿Destino? el infierno y no por ser rico, sino por no compartir sus bienes o riqueza con los pobres. Sus riquezas no le sirvieron de pasaporte para la otra vida que no fuera el infierno eterno, pena y castigo eterno, sin ninguna oportunidad más de arrepentimiento, sin poder dar vuelta atrás. Si tan solo hubiera compartido algunas migajas con el pobre, otro hubiese sido su destino, destino que él y solo él, construyó, que no se culpe a Dios. Dios sólo da el veredicto final en el día del juicio, donde seremos juzgados. Este rico hizo de las riquezas su fin, a ellas se apegó, fue deshumanizado y sin alma. No pudo llevarse al otro mundo sus riquezas. Todo, todo, se quedó en esta tierra.

Veamos ahora al pobre, a Lázaro. Su nombre significa “Dios ayuda” en hebreo. Es como modelo de la miseria humana. Pero con una cualidad que para tenerla no se necesita de ninguna riqueza, tenía confianza, fe en Dios. Su desgracia la describe Lucas así: pordiosero tirado en el suelo, cubierto de llagas y hambriento al menos de las migajas que caían de la mesa del rico. Este también murió. ¿Destino? Fue llevado al cielo. No por ser pobre, sino por haber confiado en Dios y no haber ofendido, ni protestado ni robado al rico.

Pero… y usted ya se percató de cuántos Lázaros hay hoy en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestra comunidad.

 “Descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor (Mateo 25:31…46) es algo que desafía a todos los cristianos a una profunda transformación personal y eclesial.

A diario, por donde caminemos encontramos los rostros desfigurados por el hambre, consecuencia de la inflación, de la deuda externa y de injusticias sociales; los rostros desilusionados por los políticos, que prometen pero no cumplen; los rostros humillados a causa de su propia cultura, que no es respetada y es incluso despreciada; los rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; los rostros angustiados de los menores abandonados que caminan por nuestras calles y duermen bajo nuestros puentes; los rostros sufridos de las mujeres humilladas y postergadas; los rostros cansados de los migrantes, que no encuentran digna acogida; los rostros envejecidos por el tiempo y el trabajo de los que no tienen lo mínimo para sobrevivir dignamente, los rostros desfigurados por la droga, el alcohol, los rostros desfigurados por la deshumanización de la sociedad.

El creciente empobrecimiento en el que están sumidos millones de hermanos nuestros hasta llegar a intolerables extremos de miseria es el más devastador y humillante flagelo que vive América Latina y el Caribe. Y pareciera que a nadie le cause preocupación y angustia. Las estadísticas muestran con elocuencia que en la última década las situaciones de pobreza han crecido tanto en números absolutos como en relativos. A nosotros los pastores debe conmovernos hasta las entrañas el ver continuamente la multitud de hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos que sufren el insoportable peso de la miseria, así como diversas formas de exclusión social, étnica y cultural; son personas humanas concretas e irrepetibles, que ven sus horizontes cada vez más cerrados y su dignidad desconocida.

Acaso esta realidad ¿No es para llorar y hacer algo?... El amor misericordioso es también volverse a los que se encuentran en carencia espiritual, moral, social y cultura

Finalmente, ¿en cuál de los dos me reflejo? “¡En ninguno!”. ¡No puede ser!

Hoy, pero ya, tenemos que hacer un serio examen de conciencia y ver cuál de los dos habita en mi interior, a cuál de los dos estoy alimentando y cuál de los dos quiero ser. Seremos ese rico Epulón si sólo pensamos en nosotros y nada hacemos para solucionar las diversas pobrezas de nuestros hermanos.

No debemos dejar que se establezca una separación entre nosotros y los pobres, nuestros hermanos que sufren y carecen de los medios necesarios para vivir.

Debemos salir a su encuentro, cuidar de ellos, preocuparnos por su bien, este reclamo no es nuevo e incluye también a la Iglesia. La Iglesia siempre ha tenido esta preocupación desde que fue instaurada y siempre ha impulsado a los hombres a que socorran a los más necesitados.


Hoy, hay organizaciones que intentan salir al encuentro de las necesidades de los pobres, de los refugiados, de los sin techo, sin pan, sin tierra. Cuántos misioneros y misioneras dejan sus países y se van a países lejanos para llevar no sólo el pan de la Palabra sino también el pan material, medicinas, ropa, educación, tecnología, a hermanos que apenas tienen nada.

Pero cuántos hay que cierran los ojos y se sientan en la mesa de este rico Epulón, con peligro –sepámoslo- de nuestra salvación eterna.

Reflexiona: ¿Tengo la conciencia de que mis bienes económicos, culturales y religiosos, los debo compartir con los demás? ¿Estoy encarcelado en mi egoísmo, olvidando a los demás, sobre todo a los pobres, que me resultan “incómodos”? ¿Estoy apegado a las cosas materiales, fascinado por lo secundario y descuidando lo principal? ¿Me extraña que Jesús dijera que es tan difícil que se salve un rico lleno de sus cosas como que un camello pase por el ojo de una aguja?

Sea cual sea tu respuesta, oremos: Señor, ayúdame a poner en su lugar la riqueza. Abre mis ojos a las necesidades de tanto Lázaros. Permite que transforme mi entendimiento y sepa compartir lo poco o lo mucho que tengo para aliviar un poco el sufrimiento de esos mis hermanos, a ejemplo tuyo. Amén.


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