Por
lo imposible de reunirse físicamente en la iglesia, debido a las restricciones
y prohibiciones impuestas por los distintos gobiernos; iglesias y sus líderes
religiosos, cuya vida gira en torno a las reuniones en el templo, se preguntan
si no están presenciando el fin del concepto que iglesia es igual a templo.
En
muchos lugares hay resistencia a la idea de no reunirse, a pesar de que es un común
de salud pública. Algunos ensayaron distintas formas sobre la marcha para
tratar de evitar lo inevitable. Así, la iglesia católica instruyo a sus
sacerdotes a no dar el pan de comunión en la boca, sino ponerlo en la mano de
los feligreses. En las iglesias presbiterianas eliminaron la parte de la
liturgia del saludo de la paz, que usualmente consiste en un apretón de manos.
En algunas iglesias evangélicas suprimieron los llamados de oración a los
altares o la imposición de manos a los enfermos.
Aun
así, ante la evidencia de que, en algunos templos, las reuniones fueron caldo
de cultivo para la propagación del coronavirus, la mayoría de las autoridades
civiles instruyeron el cese de las actividades religiosas en los templos
cristianos, mezquitas y sinagogas.
Esta
medida al futuro será tema de análisis para los sociólogos de la religión, en
cuanto al tema de la relación iglesia y estado.
Así,
llegó el domingo en que ocurrió lo impensable. Los sacerdotes recitaban una
homilía, los ministros presbiterianos y luteranos exponían un sermón, los
pastores evangélicos predicaban desde un pulpito. Todos, en catedrales,
iglesias y templos vacíos; sin feligreses, sin miembros. Los jóvenes más
experimentados en los asuntos tecnológicos transmitían la experiencia religiosa
por las redes sociales y plataformas de transmisión en vivo por el internet.
Esta
sin duda fue una experiencia que socava la naturaleza del concepto Iglesia
Templo y lleva a los líderes religiosos a pensar en las nuevas formas y paradigmas
de ser iglesia en tiempo del coronavirus.
No
tenemos respuesta a todos los retos que presenta el COVID19. Especialmente nosotros
los evangélicos, cuya obra evangelista y misionera se basa en los dones de
sanidad del Espíritu Santo, ¿cómo es posible que no puedan reunirse a celebrar
el culto sagrado de adoración a Dios, por la posibilidad de contagio de un
microorganismo?
¿Qué
pasa con los dones de sanidad dados a la Iglesia?
¿Es
posible reconciliar el Cristo crucificado y sufriente de la teología católica,
con el Cristo triunfante de la resurrección de la teología protestante y
evangélica?
En
1527, en pleno apogeo de la reforma de Martin Lutero, la peste bubónica azotó
Europa y ocasionó millones de muertos. No existían los adelantos de la medicina
moderna. Esto presento un reto al joven reformador.
Respondió
en una carta dirigida al Reverendo Dr. John Hess, su amigo y confidente, que se
registra en el libro de los trabajos de Lutero, que cita textualmente:
“Le pediré a Dios misericordiosamente que nos
proteja. Luego fumigaré, ayudaré a purificar el aire. Administraré la medicina
y la tomaré. Evitaré lugares y personas donde mi presencia no sea necesaria
para no contaminarme y, por lo tanto, infligir y contaminar a otros y así
causar su muerte como resultado de mi negligencia. Si Dios quisiera llevarme,
seguramente me encontrará. He hecho lo que esperaba de mí, por lo que no soy
responsable ni de mi propia muerte ni de la muerte de los demás. Sin embargo,
si mi vecino me necesita, no evitaré el lugar o la persona, sino que iré
libremente como se indicó anteriormente. Mira, esta es una fe tan temerosa de
Dios porque no es descarada ni imprudente y no tienta a Dios.”
Nuestra
fe como seguidores de Jesús, lejos de aislarnos de tal compromiso, nos hace más
responsables de él. Créeme, si en algo podemos imitar a la iglesia primitiva en
el libro de Hechos en la pandemia del Coronavirus y “tener favor para con todo
el pueblo” es asumiendo nuestro papel bíblico más elemental: amar a nuestro
prójimo. Para lograrlo, el nombre del juego que tú y yo debemos jugar se llama
“solidaridad”.
Una
forma simple de resumir casi todo el Pentateuco es entendiendo que la ley dada
a Israel nos enseña a “amar a Dios y amar al prójimo”. Amas a Dios por medio de
la obediencia y amas a tu prójimo por medio de la solidaridad.
Considera
la cantidad de leyes que Dios dejó a su pueblo para librarlos de enfermedades
que habrían diezmado o incluso desaparecido a la nación entera. Puede parecerte
sorprendente que la Biblia dedique 116 versículos (en Levítico 13 y 14) para
enseñar, establecer y regular cómo Israel debía poner en cuarentena a quienes
padecían de lepra, una de las enfermedades más infecciosas de su tiempo. La
idea era aislar al enfermo y sanitizar de manera absoluta todo aquello con lo
que la enfermedad podía propagarse.
Dios
estableció así un sistema que requería de lavarse las manos, desinfectar las
viviendas, disponer de la ropa contaminada, higienizar las letrinas, aislar a
los posibles focos de infección y respetar un sistema de información que
previniera a otros de la exposición inminente al contagio. Y por el bien de la
nación, todos debían seguirlo. Era un asunto de obediencia a Dios y solidaridad
con el resto del pueblo.
Claro,
no todos entendían el porqué de estas medidas; de hecho, el concepto de
“infección” –gérmenes, bacterias, virus, etc.– fue descubierto siglos más
tarde. A más de un Israelita las indicaciones dadas por Dios deben haberle
parecido sin sentido, innecesarias y exageradas. Sin embargo, los Israelitas
sobrevivieron plagas y pestes por ser obedientes a Dios y solidarios con sus
prójimos.
El
sistema bíblico funcionó: 6,000 años después siguen existiendo –y prosperando–
como nación. En realidad, fue Dios quien mostró a Moisés por medio de la ley
–incluyendo las leyes sanitarias– cómo podemos amar al prójimo.
En
esta pandemia, ama a tu prójimo como a ti mismo. Sé solidario, especialmente
con la población de más alto riesgo y con todo el personal de salud y de
seguridad que está en la primera línea de fuego en el papel de combatirla. La
manera más simple de ser solidario es cuidarte de no esparcir el virus hasta
donde te sea posible. Quédate en casa. Evita las aglomeraciones. Respeta el
distanciamiento físico recomendado para evitar el contagio. Reduce tu
movilidad. Sigue siendo cálido y cariñoso en el trato con otros.
No
se trata de evitar que tú te enfermes, sino de procurar que no se contagien
quienes son “menos fuertes”. Cada caso de coronavirus es el padre, la madre, el
abuelo, el amigo, el hermano o el hijo de alguien. Estadísticamente, tú podrías
ser ese alguien. Una vez más: sé solidario.
Si
eres líder –en tu casa, tu oficina, tu iglesia o tu comunidad– cambia tu
enfoque del modo “tratemos de hacer que la vida siga normal en medio de esta
crisis” a la idea “hagamos nuestra parte para que el coronavirus no se
esparza”. Si eres un líder cristiano, esto es especialmente importante. El
planeta entero ha acuñado el hashtag #YoMeQuedoEnCasa.
Es
cuestión de simple y sencilla solidaridad
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