Revisar las noticias nacionales como las
internacionales en América Latina, nos permite darnos cuenta que cada día más y
más mujeres mueren de forma violenta a manos de su pareja o expareja. Y el
número de asesinatos de este tipo no disminuye, a pesar que gran parte de estos
países cuentan con una ley que permita penalizar este crimen y contribuir a
erradicarlo.
¿Femicidio o feminicidio?
Aunque muchas personas utilicen la expresión
“femicidio”, el término correcto en estos casos es “feminicidio”, el cual se
refiere al asesinato de una mujer por su condición de género, entendido como un
acto ejercido por el hombre para obtener poder, dominación o el control de una
mujer, aun cuando ella haya decidido dejarlo.
Este delito surge en el contexto de la
violencia doméstica y la violencia sexual. Por ello, la erradicación de la
violencia requiere constituirse en un tema y objetivo de las agencias públicas
y las iglesias, dado que, además de ser un problema de violación a los derechos
humanos, tiene impactos diferenciados y se convierte en un obstáculo para el
desarrollo social y la digna convivencia espiritual.
La violencia doméstica no tiene rostro, no
conoce de nivel socioeconómico, la puede vivir cualquier mujer, tenga o no
tenga dinero. Sin embargo, las mujeres que denuncian el delito y las que mueren
a manos de los hombres son generalmente mujeres pobres que no trabajan o aquellas
que trabajan, pero no les alcanza el dinero para pagar una defensa o una
representación legal.
Por la demora del trámite de denuncia ante el ente
público, muchas mujeres terminan desistiendo del caso, lo que se convierte en
un ciclo vicioso que no termina de cerrarse o se cierra, pero en desfavor de
las mujeres que no tienen recursos económicos y al final, muchas de ellas
sufren el peor de los desenlaces y terminan asesinadas.
La violencia contra las mujeres es un grave
problema de derechos humanos que trasciende las esferas cultural, étnica,
económica, espiritual y generacional. La violencia afecta a mujeres de todas
las edades y es uno de los mayores obstáculos en la construcción de la igualdad
de género, el desarrollo y la paz.
“Le abrí a mi amado, pero ya no estaba allí. Se
había marchado, y tras su voz se fue mi alma. Lo busqué, y no lo hallé. Lo
llamé, y no me respondió. Me encontraron los centinelas mientras rondaban la
ciudad; los que vigilan las murallas me hirieron, me golpearon; ¡me despojaron de
mi manto!” Cantares 5:6…7
Este pasaje bíblico nos demuestra que hasta la
Biblia menciona la violencia contra las mujeres. Vemos mucha similitud con lo
actual en el relato y es que una mujer, de noche en la calle, los hombres
pueden hacer lo que quieran con ella; es un objeto sin valor, se le puede
golpear... desde los tiempos de Salomón hasta los días de hoy es lamentable
comprobar que la mujer sigue siendo víctima de la violencia del hombre.
La violencia contra las mujeres no solo es una
violación en contra de los derechos humanos, sino un atentado contra la
dignidad de la persona, establecida por nuestro Señor en la creación. Toda
agresión a una mujer es una declaración de beligerancia contra Dios.
Lo anterior nos enfrenta a tomar una única
opción como cristianos y es la de no poder quedarnos callados y paralizados
cuando en nuestro país y por ende en nuestras iglesias, una amplia cantidad de
mujeres ha sufrido algún tipo de maltrato físico o psicológico por parte de su
pareja o son mujeres violadas por familiares y no lo denuncian, hombres que maltrataron
a sus mujeres y también abusaron sexualmente de sus hijas, mujeres que ingresan
en urgencias lo hacen por temas relacionados con violencia de género,
agresiones que se producen en el domicilio familiar.
Como iglesia evangélica no podemos seguir
siendo más que simples espectadores, debemos ser agentes de cambio social,
motores de la transformación, siendo sal y luz. La iglesia debe ser la
respuesta para tanto dolor, convirtiéndose en un lugar de sanidad y protección,
educando en los principios bíblicos que previenen el maltrato y poniendo en
marcha programas que den respuesta a la violencia de género.
En primer lugar, debemos hacer hincapié en la
definición del concepto de violencia de género, ya que resulta muy común
comparar este tipo de violencia con la llamada “violencia doméstica”. Por este
motivo, establecemos a continuación de forma resumida algunas consideraciones
sobre ambos conceptos:
Violencia
doméstica:
se lleva a cabo en el hogar entre los miembros de la pareja, entre los hijos,
entre hijas y padres, hijos y madres, etc. Se define como: “toda forma de
violencia física, sexual o psicológica que pone en peligro la seguridad o el
bienestar de un miembro de la familia”
Violencia
de género:
es aquella en la que las víctimas son mujeres y los agresores las atacan por el
hecho mismo de ser mujeres, como resultado de los estereotipos socialmente
constituidos que aseguran la dominación masculina y la conservación del modelo
patriarcal.
La violencia doméstica tiene un carácter más
amplio que abarca todos los componentes del ámbito familiar, incluyendo, por
tanto, conceptos como maltrato infantil, abuso sexual y maltrato de la mujer.
Al mismo tiempo, para ser catalogada como violencia doméstica tiene que ser
ejercida por una persona que conviva bajo el mismo techo que la víctima y
existir una relación de parentesco entre ambas.
La violencia de género es ejercida por un
hombre sobre una mujer por razón de género únicamente, además de no ser necesario
que ambos residan en el mismo ámbito familiar y no tiene por qué existir un
vínculo de parentesco.
Aun así, la violencia de pareja constituye una
forma de violencia de género en la que la mujer es maltratada por su pareja
como forma de dominación.
Cuando las víctimas sufren, también Dios sufre.
Denunciemos juntos para vencer toda forma de violencia que es ofensa contra
Dios y la humanidad.
Se suele decir que la violencia contra la mujer
es un asunto familiar y privado, por lo que debería tratarse en ese ámbito. La
realidad mundial ha revelado que ya no se trata de un asunto privado entre
particulares sino de una cuestión que aqueja a muchas mujeres de todo el
planeta, sean adineradas o indigentes; tengan un alto nivel de educación o sean
analfabetas; ocupen altos cargos o sean jornaleras, pertenezcan a la alta
sociedad o vivan en barrios marginales. La violencia supera todas las barreras
y se cierne sobre las mujeres de todas las edades que claman por medidas
afirmativas y estrictas.
Los clamores de estas mujeres ya no pueden
acallarse ni ahogarse entre las cuatro paredes de su hogar en nombre del
orgullo, el honor, la seguridad y la estabilidad de la familia o de los hijos,
etc. porque la violencia contra la mujer es un pecado.
Otros pueden decir que esta es una cuestión de
mujeres y que ellas mismas deberían resolverla. Algunas mujeres lo hacen,
luchando por la justicia mediante la sensibilización, bregando por cambios de
estructuras y políticas, y por prestar servicios a las víctimas, acompañándolas
en el camino que las llevará de la condición de víctimas a la de
supervivientes. Pero nada de ello ha impedido la perpetuación de la violencia.
La religión puede servir a menudo de
herramienta para oprimir a la mujer. La tarea de la comunidad de fe consiste en
afirmar el potencial liberador de la religión, los Pastores, Maestros y
Apóstoles de las iglesias son los primeros llamados a actuar en función de una
iglesia que dignifique la creación divina.
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